EL POEMA AL QUE LE DEBEMOS EL NOMBRE DE LA REVISTA:


"Si pudiera lo haría: me rociaba
de pirocromos y canela,
y vivo me
quemaba;
ah,
pero que tu pecho
fuera mi plaza pública.

Imagina: escalarte
nardo a nardo con ardor hasta los ojos,
e inaugurar el día
desde allí…

---Me sueño
este charco de sol
que se pone de pie para cantarte".

-Si pudiera lo haría, de Desiderio Macías Silva

lunes, 16 de marzo de 2015

Dossier: Movimiento. El Universo nos dice adiós. La más grande historia de terror. Por: Josué Zamarripa

El Universo
nos dice adiós
La más grande historia de terror
Josué
Zamarripa

¿Has visto de noche la inmensidad del cosmos, recostado en el pasto,
olfateando la oscuridad o buscando en vano las constelaciones? En esas
ocasiones sin luna, cuando todo te sabe al amargor de la nostalgia y la
tregua a tu desdicha no llega, al ver los cúmulos de estrellas, ¿has sentido
la necesidad de dar a luz algunos versos?… Sí, sé cómo se siente…
Sí, sí, ya… me vas a hacer llorar… Basta, vamos a hablar de la verdad.
Da una vuelta la tierra sobre su eje en un día y alrededor del sol en
un año, los brazos de nuestra galaxia giran también y tardan algunos
cientos de millones de años; a su vez, nuestra galaxia se mueve, ¿te
sientes mareado? A pesar de todo esto vemos las estrellas como en una
fotografía: estáticas. Nos percataríamos del movimiento de las galaxias
si éstas estuvieran cerca; la luz de la estrella más cercana, Próxima Centauri,
nos llega cuatro años después de ser irradiada (está a 37 billones
de km de distancia). Cuando vemos el cielo nocturno vemos el pasado,
para darnos cuenta, una vez que muere uno de estos astros, que habrán
pasado siglos o más.
Hasta ya iniciado el siglo XX se demostró que nuestra galaxia no era
la única, gracias a Edwin Hubble, quien calculó la distancia entre nueve
galaxias, con referencia a la nuestra.
Existen millones y millones de galaxias, y sus medidas son infinitamente
variables. Para conocer el diámetro en kilómetros de nuestra
galaxia, debes hacer lo siguiente: calcula cuántos segundos hay en un
día, multiplica esa cantidad por trescientos sesenta y cinco, ¿lo tienes?;
eso por cien mil años, después, multiplícalo por trescientos mil… Tienes
razón, mejor sigue leyendo, no perdamos el tiempo.
“Newton descubrió que cuando la luz atraviesa un trozo de vidrio
triangular, lo que se conoce como un prisma, la luz se divide en los diversos
colores que la componen (su espectro), al igual que ocurre con el
arcoíris”1, ahora ya lo sabes. La luz de las estrellas nos revela secretos
insospechados: su temperatura, a partir de su incandescencia u opacidad
(espectro térmico), qué elementos la forman (al comparar los colores,
pues los elementos son al quemarse de un color y otros de otro).
Algo más, pero aquí viene lo tenebroso: al pasar por un prisma la luz
de algunas galaxias, otra vez muy pocas, se descubrió en ellas una característica
compartida: estaban desplazadas hacia el extremo rojo del
espectro lumínico. Sé que no te digo nada, por ello analicemos el efecto
Doppler en palabras del genio de nuestra era, Stephen Hawking:
…la luz visible consiste en fluctuaciones, u ondas, del campo electromagnético. La
frecuencia (o número de ondas por segundo) de la luz es extremadamente alta, barriendo
desde cuatrocientos hasta setecientos millones de ondas por segundo. Las
diferentes frecuencias de la luz son lo que el ojo humano ve como diferentes colores,
correspondiendo las más bajas al extremo rojo del espectro y las más altas, al azul.2
Ahora bien, si el tiempo entre onda y onda es cada vez menor, la estrella
se acerca; si es mayor, se aleja –lógico, ¿no?–. El alejamiento de
una estrella implica que la luz de ésta estará más cerca de su extremo
rojo (corrimiento al rojo); si se acercara, se correría hacia el azul. Analógicamente,
cuando un vehículo viene hacia nuestra dirección el sonido
también, cuando nos pasa de largo el sonido se aleja y se escucha al
revés: rrrrrrrrrrrrrrnnnnnnnn (nosotros) nnnnnnnnrrrrrrrrrrrrr. Es evidente,
más claro no puedo. 
En algún momento de su vida, Einstein ya lo había advertido, sin
embargo, el pobre ingenuo creyó que el movimiento era aleatorio, con
estrellas tanto hacia el azul como hacia el rojo. Posteriormente se descubrió
lo contrario, la mayoría de las galaxias se están fugando. En
1929, Hubble publicó que “ni siquiera el corrimiento de las galaxias es
aleatorio, sino que es directamente proporcional a la distancia que nos
separa de ellas. O, dicho con otras palabras, ¡cuanto más está lejos una
galaxia, a mayor velocidad se aleja de nosotros!”.3 El argumento anterior
está en defensa de la teoría a la que muchos le huyen: el universo se
expande, cada vez el vacío entre galaxias es más grande.
La discordia está en que si la velocidad es lo suficientemente rápida
como para expandirse el espacio eternamente o no tanto para ceder en
un colapso al que se le ha llamado el Big Crunch (o gran apretón). Hagamos
otra analogía en nuestro mundo: luego de una explosión sucede una
implosión, esto es, que la onda expansiva abre un hueco en el aire, un
vacío que, por la fuerza “G” (gravedad), se cerrará y se ha confirmado que
puede ser tan violenta como la explosión precedente (arrancaría la carne
de tus huesos). En fin: Big Bang, explosión; Big Crunch, implosión. Si
lo que digo es cierto, hasta el día de hoy seguimos explotando, los fragmentos
siguen en el aire.
Newton pudo haberlo comprobado, existían los conocimientos suficientes
para hacerlo desde el siglo XVII.
Einstein modificó su teoría de la relatividad por la creencia de un
universo en reposo:
Einstein introdujo una nueva fuerza ‘anti-gravitatoria’ [la llamada constante
cosmológica] que, al contrario de las otras fuerzas, no provenía de otra
fuente particular, sino que estaba inserta en la estructura misma del espacio-
tiempo. Él sostenía que el espacio-tiempo tenía una tendencia intrínseca
a expandirse, y que ésta tendría un valor que equilibraría exactamente
la atracción de toda la materia en el universo, de modo que sería posible la
existencia de un universo estático4.
¿El universo es infinito? Lo que conocemos se estructura así: Tierra,
Sol, Sistema Solar, Nube de Ort, Vía Láctea, cúmulo de galaxias, supercúmulo
de galaxias (cúmulos y cúmulos de galaxias), después… no
sé, quizá el abisal de negrura perpetua. ¿Seguirá más espacio?, ¿existe
una frontera?, ¿seguiremos surcando el vacío como eternos viajeros?, o
¿esto algún día se detendrá?, ¿se colapsará el espacio entero? Se aduce
que no por la evidencia de la masa del universo, todas las galaxias en
conjunto, sólo ejerce una fuerza gravitatoria mínima para su contracción.
Sin embargo, hay masa inmensamente comprimida que no podemos
ver: los agujeros negros. Incluyéndolos en la suma, quién sabe cuál
sea el resultado. Algo seguro es que el cosmos se expande un diez por
ciento cada mil millones de años –desde que las constelaciones fueron
bautizadas pareciera que no se han movido un milímetro–. Otro dato
es que se predice que no sucederá dentro de diez mil millones de años
más, que es justamente el tiempo que llevamos en expansión. 
Pasando a otro asunto, Stephen King, a lado de Stephen Hawking,
es un niño en el juego del miedo. El temor que nos brinda King es como
una prostituta que finge sus gemidos; el terror, el horror que genera
Hawking es el placer en su forma pura, el miedo en su más íntima y
sincera, o fría y legítima expresión –sé que es una comparación vulgar,
pero no pude encontrar otra mejor–. Hasta en sus intentos de consuelo,
Hawking, es abrumador: “Esto [el Big Crunch] no nos debería preocupar
indebidamente: para entonces, a menos que hayamos colonizado más
allá del sistema solar, ¡la humanidad hará tiempo que habrá desaparecido,
extinguida junto con su Sol!”5 En realidad, si ningún armagedón u
holocausto provocado por el hombre mismo sucede, el Sol nos devorará
por su tendencia natural a expandirse en su muerte roja. Las generaciones
humanas de entonces, si hay, se van a acalorar.
Me resta decirte que tu vanagloria es eso: vana. Abandona toda esperanza,
no por nada se nos dice. Compara tu longevidad con la de
las estrellas, tu altura con la longitud de una galaxia, tu fuerza con la
fuerza de gravedad de un agujero negro que conocemos como supermasivo
–capaz de oscurecer soles–, tu rabia, tu enojo, tu estreñimiento
en el baño, con una aniquiladora supernova, o tu conocimiento con el
misterio del universo –nuestra ignorancia sobre él– tan grande como
el universo mismo… Lo que sabemos es un átomo de sal diluida en el
océano. A fin de cuentas morirás. ¿Qué más da? Total. A lo que sigue y
como va.

Citas:
1 Stephen Hawking, Historia del tiempo. Del Big Bang a los agujeros negros, Grijalbo,
México, 1997, p. 62.
2 Ibid., p. 63.
3 Ibid., p. 64.
4 Ibid., p. 65.
5 Ibid., p. 73.

martes, 10 de abril de 2012

Tejedor de cantos


Judith Castañeda
[México, DF, 1975. Escribe desde Puebla]



-Nadie lo vio, señor, -dice- sólo sus ojos, sólo su corazón.
Él se quedó de pie ante el monarca, alzado entre piedras tan muertas y rotas, como lo estarían ellos muy pronto, en tiempos distintos. Así, por poco grita, y su espalda es un tablón. Así, repite, como sosteniendo los trece cielos. Miró sin decir palabra ni ofrecer la mano. A distancia: las ceremonias al emperador debían calcarse a lo largo de su vida completa, y más allá de su muerte.
-Sostengo la pluma, pretendo sumergirla en el frasco de tinta -el viejo sonríe-.
-Escríbalo, señor, son historias buenas de saber para quienes no los conocieron, igual que yo.
El monarca vivía rodeado por malos augurios que espantaba como a insectos, así lo dijo mi padre, hacedor de cantos; malos augurios que alargaron patas y alas, al fin crecidos hasta cubrir su sombra y tocar su cuerpo, hasta hacerlo un enano en la azotea del palacio, y luego una piedra entre las piedras.
Le lanzaron flechas y dardos, palabras con el filo de una obsidiana sin usar. Había olvidado algo, algún alimento ofrecido al Dueño del Cerca y del Junto, no había sido suficiente. Por eso lo castigaba con sus hombres vueltos de espalda y las manos de los extranjeros, ignorantes de las ceremonias, delante del emperador.
Y levanta el brazo, y señala. Para usted, aquí, esos días son los restos de un lienzo que sigue desgarrándose; para mí, su brillo de jade está intacto, como el de una piedra preciosa recién pulida. Toco su aire, me hablan sus cielos; por eso sigo escuchando la confesión del emperador esa noche, la última, depositada al centro de El Espejo Humeante. A través de su hacedor de cantos.
No oigo más. Lo veo con otros ojos. Es el hijo de un comerciante, o de un esclavo del palacio, o de un guerrero. Un ala negra cubre su cráneo. Y es joven de nuevo, por gracia de Dios, y se alza, y extiende los brazos. Y su relato se posa en lugares que todavía existen, en sus antiguos nombres, impronunciables, imposibles para escribir.
Miro la tinta, gotea sobre el silencio del papel, se extiende en más de una mancha. De una forma circular, casi perfecta, nacen árboles de espejos; y yo, que intento borrarlos, pasando los dedos por encima, sólo puedo hundirme en ese bosque, en la confesión del emperador Montecuzoma. El indio sigue hablando, toma prestadas las palabras del viejo señor:
“Aún vivo, Señor, todavía me prestas aliento, latidos. Este es tu mandato, llevarme a la región de la oscuridad, llevarnos a todos, porque ninguno es flor eterna. Me inclino sin atreverme a mirar los cielos. Te presento mis actos. Ningún sacerdote me oye, pero estás tú. Eres el viento y este árbol de espejos y la noche. Llega hasta ti mi pesar. Porque por mí se asentaron los hombres pálidos, esos extranjeros que han de hundir la mano en nuestro pecho. Les abrí, les mostré el camino. Yo. Y ahora muchos están preparándose para entregarte sus palabras, para limpiarse antes de partir hacia La Mano Izquierda del Mundo. Óyelos como a mí, recoge sus dichos. Haz florecer tu árbol también para ellos”. Y yo regreso a la mancha negra.
-Es una confesión, Señor, -me digo- nos esperaban en estas tierras, esperaban la Verdadera Palabra, la Cruz, la entrada al reino de Dios por el bautismo, eran ignorantes de tu grandeza. Deberían agradecer nuestra llegada. Entonces, ¿por qué ese atesoramiento de la vida vieja? ¿Por qué hablar con la espalda derecha y los ojos altos, orgulloso de ese desconocimiento, de esa oscuridad?
Delante de Montecuzoma se abre una planicie negra. El derrotado tantea con un pie, quiere tocar el aire. Pero nada encuentra. Ni arriba ni agua ni tierra para pisar.
-Podría haberse sangrado el miembro, -dice el hijo del hacedor de cantos con aflicción- podría haber elevado sus latidos restantes hasta la altura de aquel por quien se vive, honrarlo con ofrendas del excremento dorado. Y ni así lo habría llevado al río, al lomo del perrillo pardo, a los páramos de obsidiana. Porque no alcanzó a limpiarse antes de agarrar camino. Porque sus decires se quebraron; así de grande fue la falta como para desbordar entradas, empujar muros y tirar techos. ¿Quién lo iba a saber, quién podía adivinar lo que venía después de abrir un solo camino? Nadie, sólo el Dador de la Vida. Y nos advirtió, lo hizo; si nos puso en la tierra y levantó el cielo para cubrirnos y nos dio el maíz y el fuego y el sol, ¿por qué no confundir sus voces con el viento, con la noche? Fuimos nosotros, que no supimos recoger sus palabras.
De nuevo el bosque, enredadera de huesos. La pesadilla de este indio apenas roza mi cuello con los belfos, pero siento sus colmillos, su aliento verdoso, sus escamas. Es un castigo a mi pecado: prestar oído a tamañas herejías, obras de los diablos de piedra que adoraban (¿adoraban?) estos naturales. Y pretender escribirlas, además.
El viejo detiene su palabrería, en la que ahora ondean almas como estandartes y se debe caminar sobre piedras obsidiana luego de nadar a lomo de perro. Mira la pluma sin movimiento, el papel manchado de tinta. Tiene un reproche en los ojos.
-Se me ordenó venir, -dice sin despegar los labios- porque se escribirían pliegos sobre la vida antigua. ¿Se secó la tinta del frasco? –Pregunta-.
No le contesto y vuelvo a sumergir la punta en el líquido negro. El papel desnudo no representa ninguna barrera, debí saberlo: al igual que los actos del emperador muerto, las palabras de este nuevo hacedor de cantos derrumbarán el muro, anegando las celdas, el templo y los senderos hacia la ciudad.
Le digo que sí, que también se terminó la tinta, si puede repetir cómo nació El Árbol de Espejos, mientras busco un segundo frasco en el cajón.
Él recita el nombre de Montecuzoma y yo escribo. Palabras, sí, con tantos giros y vueltas y líneas como adornos en flor tienen las cruces de los atrios y los altares. El indio recorre los trazos apenas, con parpadeos, un leve movimiento de manos. Una escultura que habla. No conoce un solo signo del castellano, sonrío, levantaré mi barrera para cercar su idolatría. Será tan alta como las torres del templo, tendrá a los apóstoles en el campanario y al frente la espada de fuego con la que el arcángel defiende la entrada al Paraíso.
La pesadilla retira el hocico de a poco, vuelve a su rincón, a olisquear la sombra del viejo, y yo aprovecho para escribir el santo nombre de Jesús, Dios vivo, para pedirle que desde su misericordia sin fin dé luz a estos hijos suyos, que aleje de sus almas las tinieblas en que estaban hundidos:
“Como antes el Padre lo hiciera con su creación suprema, así el Hijo ha venido para prestar su aliento a los naturales de estas tierras nuevas. Llegó a despeñar los demonios de piedra, a apagar las hogueras, a arrebatar la obsidiana a los hombres, alejándola al mismo tiempo de su pecho. Gracias al Altísimo.
Y yo ruego para que con prontitud, ese dulce aliento divino, cobije los corazones ensombrecidos de pecado, para que retire de ellos hasta la última gota de bruma, haciéndolos entrar en su reino, el cual merecen por nacimiento, aún sin saberlo, por la misericordia del Creador”.
Volteo. El viejo no termina de mirar los giros de la pluma, pierde más de uno, confunde el sentido. Aunque ninguno coincida con lo que dice no me preocupa: él ignora los signos a los que se traduce el castellano.
Y si pregunta le diré que dentro de una de sus palabras hay dos, y a veces, hasta tres de las nuestras. Y será cierto. Y el hacedor de cantos no adivinará que el pliego es cimiento, no de su voz, sino de la barrera que yo estoy tejiendo para poner a buen resguardo sus dichos de idólatra.
Dejo la pluma de lado, me encuentro con dos piedras obsidiana sobre los pómulos del indio. Idéntica mirada, idénticos labios sin despegar: más parece un ídolo de sus tiempos de juventud. Sonrío hacia adentro. Se trata de un enemigo poderoso, El Maligno, enseñoreado aquí por tanto tiempo, engañando, tornando vil la creación divina, gobernando a esta desventurada gente… Significará penalidades el querer librar mi barrera. Y no es por soberbia por lo que digo esto: Dios guarde mi conciencia de tan grande falta, sino porque detrás de mí se yergue el Altísimo, porque Él me bendice a cada instante con su sombra, porque me ha llamado el nuevo hacedor de cantos. No camino solo. Y si el viejo se atreve a dudar, le diré que cumplí lo convenido, que escribí.

Dos poemas


Luz Prieto
[México, DF, 1991. Escribe desde Aguascalientes]


SILENCIO
Bebes agua. Me miras.
Eres cuervo. No haces ruido.
Te acercas.

Tienes sed:
no dejas que yo beba.
Me miras con tu mirada gélida,
de carne – uñas, 
de abre – heridas.
Cojo mi libro.
Intento ignorarte.

Abres tu pico y creas ráfaga,
que mueve las páginas,
adelante – atrás,
atrás – adelante.
Quieres que no lea para mirarte,
que escriba versos sobre tu pico,
para levantar palacios en él.
Quieres ser dios,
que te contemplen.
Antropomorfizarte.
Entiéndelo: no podrás aunque me beses.

Cojo otra vez el libro y leo en voz alta,
mi voz ahuyenta el viento.
Me miras mientras bebes agua.
Tengo sed. Leo sedienta.
Tú, eres el agua que bebes.
Yo, sólo soy brisa.

Mis labios secos,
tu pico come–carne,
te acercas,
leo       leo       leo
Picoteas mi libro,
leo en voz alta.
Mi voz se quiebra: graznas.


Nublas el cielo,
si pudiera beber no sería aquí.
Tu ráfaga cierra mis ojos,
bramas y no leo.
Mi voz quebrada se va con el viento.
Te miro como querías,
con ojos que combaten tus ojos

Te alegras de que no lea: granzas.

Ensordezco
Mi libro picoteado
ahora es un libro deshecho, que aviento.
Aprieto mis puños y creo saliva:
mi voz es un grito.
Sale luz de mi boca,
graznas;
ilumino el cielo,
graznas;
sale más luz de mi boca,
graznas y aleteas.
Extiendo mis brazos
y la luz llega a tus plumas.
Te quemo.
Me miras con ojos que ya no combaten:
te ciegas.
Dejas de graznar,
callo.
Aleteas   y      vuelas.


ESTRATEGIAS

No te mueras, Cuerpo mío.
Púdrete,
hasta que dejemos en el aire
un olor a putrefacción insoportable
que hieda todo el espacio.

Pudrámonos,
hasta que provoquemos el silencio
y todos quieran huir,
como yo también lo quise antes.

Púdrete, Cuerpo,
que no eres otra cosa más que un cuerpo,
al que se le nombre así,
desde antes que fueras mío,
desde no sé cuánto tiempo atrás.

Púdrete. Pon el ejemplo.
Del más vil odio que te tengo,
prefiero verte podrir
que torturarte.